Con menos dramatismo que el título de este blog, en una reciente sesión formativa con un Servicio de Prevención, planteé a los técnicos que asistían al taller este dilema: ¿qué le resulta más rentable a la empresa pagar vuestras nóminas o subcontratar las actividades preventivas?
Echando unas cuentas rápidas -y más al precio con que se cotiza el mercado de la prevención- la respuesta aparentemente obvia inquietó bastante a los participantes.
Sin embargo, la pregunta tenía trampa, ya que daba por supuesto que la actividad preventiva reglamentada era toda la prevención, y donde yo quería llegar era justamente a que si lo que aportamos en prevención se limita a garantizar el cumplimiento formal de la ley, es fácil que un director general llegue a la conclusión de que para este viaje no hacen falta las alforjas de un gran equipo técnico asentado permanentemente en la organización.
Dando la vuelta al argumento, la pregunta proactiva debería ser: ¿cuál es el valor añadido que aportamos los prevencionistas a la empresa por el que la organización puede llegar a considerarnos imprescindibles?
Este es el verdadero debate. El reto de la prevención, de los prevencionistas, es dejar de ser vistos como un sidecar que sólo complica la vida, para convertirnos en un apoyo firme de la excelencia empresarial. En palabras más directas, nuestra aportación debe ayudar a resolver problemas no a crearlos. Y, para eso, hay que hacer algo más que evaluaciones de riesgo, planes de emergencia o cursos de formación. En textos recientes se ha propuesto el término political reflexive navigator para referirse al doble rol, de técnico y de consultor, que deberían jugar los profesionales de la prevención en la empresa. Un papel que supone capacidad de asesoramiento estratégico para incorporar el valor salud y seguridad en la gestión de los objetivos de la empresa.
Condición sine qua non para sobrevivir en este nuevo escenario es salir de la zona de confort y apostar decididamente por la innovación.