“Todo para el pueblo, pero sin el pueblo” era el lema de algunas monarquías absolutistas del siglo XVIII que, aunque adoptaron ciertas medidas demandadas por la población, se negaban a abrir la participación a la ciudadanía.
Y es que el miedo a la participación no es nada nuevo. Suele nacer del temor a que surjan conflictos, a abrir las puertas a procesos complejos o a perder rapidez / eficiencia. Pero, en realidad, esos miedos suelen reflejar una falta de confianza: no se cree en la capacidad de los demás para contribuir de forma valiosa. Superarlos implica dar un paso hacia una organización más madura, basada en la confianza y en el reconocimiento mutuo de capacidades y responsabilidades.
Como en el caso del despotismo ilustrado, también hoy corremos el riesgo de caer en una participación superficial e instrumental que sirva a modo de lavado de imagen, sin favorecer una participación real. A este fenómeno, cada vez más común, se le empieza a llamar participation-washing.
Este proceso puede ser muy contraproducente, ya que genera una clara sensación de frustración y desconfianza. Frente a esto, la participación verdadera implica algo más profundo: compartir el poder de decidir, influir, transformar.
Para entender mejor estos niveles de participación, podemos apoyarnos en el Espectro de Participación de la IAP2 (International Association for Public Participation), que distingue cinco grados de implicación:
- Informar: «Te mantenemos al tanto, pero la decisión ya está tomada.»
- Consultar: «Queremos saber tu opinión, aunque la decisión final no depende de ella.»
- Implicar: «Tus aportaciones serán consideradas y pueden influir en el proceso.»
- Colaborar: «Trabajamos juntos para tomar decisiones y diseñar soluciones.»
- Empoderar: «Confiamos en tu criterio y te damos autonomía y los medios para actuar.»
Cuanto más se avanza en la escala de la participación, más se transforma la organización en una comunidad basada en la confianza y la corresponsabilidad. Las ventajas son claras: mayor cohesión, decisiones más consensuadas, desarrollo de pensamiento crítico y propositivo…
Sin embargo, la realidad de las organizaciones no siempre permite que todas las decisiones se tomen desde el mismo grado de implicación. Hay decisiones que, por su naturaleza o impacto, probablemente deban asumirse desde la dirección. Aun así, incluso en estos casos, es fundamental al menos cumplir con el primero de los escalones: informar. Porque la participación está íntimamente ligada a la transparencia. De lo contrario, la participación corre el riesgo que no se vea como una práctica integrada y coherente, sino como un recurso puntual e instrumentalizado.
Si queremos que la participación sea una verdadera herramienta para mejorar la cultura preventiva, debemos trabajar en dos pilares: claridad y confianza. Claridad, o transparencia, para ser honestos sobre el nivel de participación que ofrecemos. Y confianza para crear espacios reales de toma de decisiones conjunta y para motivar a que las personas se impliquen de verdad.
En las organizaciones donde hay claridad y se confía en las personas, el miedo a la participación se disipa. La participación se convierte entonces en una fortaleza: fomenta la cohesión, activa el compromiso y evita caer en el participation washing, esa falsa apariencia de participación que solo genera frustración y desconfianza. ¿Has escuchado o dicho alguna vez la frase “para qué voy a dar mi opinión si no la tienen en cuenta”?
Algo similar ocurre cuando solo unas pocas voces participan en una organización: las decisiones que se toman son parciales. Solo cuando sumamos percepciones diversas, experiencias distintas y miradas complementarias, podemos comprender mejor la realidad y tomar decisiones más certeras.